Una alianza fiel entre un jefe y un empleado puede desencadenar una aventura, en la que el amor, la suerte, el dinero y la muerte se encuentren en un solo espacio decorado perfectamente para hacer suspirar a quien busca una habitación de lujo.
The Grand Budapest Hotel es el lugar donde surge la magia de heredar una pintura famosa, propiedad de una amante adulta con un montón de familiares deseosos de no compartir lo que les corresponde. De esa manera, M Gustave, encargado del exquisito alojamiento, y Zero, su ‘chico del lobby’, construyen una amistad basada en la lealtad y en la defensa de su inocencia.
Esta es la propuesta del director y guionista Wes Anderson, que no escatimó detalles para recrear en la pantalla todo lo que vio en su cabeza, desde paisajes helados y románticos, hasta personajes excéntricos que solo podrían vivir en ese mundo de fantasía, edificado por ese arquitecto innovador.
Por esto, empleó planos generales, que se vuelven absolutamente necesarios, ya que reafirman ese meticuloso trabajo y gusto que lo caracteriza.
Igualmente, los primeros planos en el momento de referirse a los personajes, hacen parte de la esencia del filme, que tiene muchos elementos del teatro en las actuaciones y en la dinámica del elenco.
Ralph Fiennes, su protagonista, logra una interpretación reluciente, quizá la mejor de toda la película, que se alimenta de sus buenas líneas y de la gracia que puede tener, a pesar de las complicaciones que enfrenta.
También se destacan las intervenciones de Adrien Brody, Tilda Swinton, Edward Norton y Tony Revolori, el actor de origen guatemalteco que encarna a Zero en 1932.
Allí, en ese personaje, se sitúa el mayor error de la película, ya que F. Murray Abraham, el encargado de retomar a Zero en su vejez -1968- no tiene ninguna similitud física con el primero, lo que puede crear confusión, convirtiéndose en el principal desacierto dentro de la elaborada producción.
Por otra parte, la ráfaga cómica de la historia se marca más en elementos visuales que en sus diálogos, fluidez o profundidad, que terminan siendo superficiales e, incluso, irrelevantes.
Es valedero el reconocimiento a la sutileza, al encanto de los tonos pasteles; a la belleza de la escenografía, el vestuario y caracterización, que sin duda son impecables. Mas esa estética digna de ser expuesta termina siendo la simple fachada de un guión accidentado, que no llena totalmente la forma construida para resguardarlo.
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