Estaba al borde de la silla, sin importar las miradas de las personas que estaban a mi rededor. Estaba emocionada, no podía ocultarlo; quizá un poco nerviosa, pues la víctima no se había comportado de manera habitual e insistía en llevar a Alejandro y a su papá en su automóvil, y no dejarlos en la mitad de una vía, como era su estrategia.
Sus compañeros no tuvieron tiempo suficiente de reaccionar, y atacaron como lo habían planeado. Todo parecía perdido, y yo solamente quería saber qué pasaría después.
El Clan, de Pablo Trapero, era la película que estaba viendo, después de decidirme a entrar a cine sola, algo que nunca había hecho, y que era motivado por ‘el deseo’ de presenciar lo nuevo de la productora.
Guillermo Francella, el protagonista de esta historia inspirada en hechos de la vida real, también era una de las razones para estar allí, ya que su presencia parece una garantía de calidad para los filmes.
Su personaje, Arquímedes Puccio, es el líder de una familia tradicional que obtiene sustento del secuestro de civiles, en una habitación de su propia casa, con su familia como testigo.
Un hombre sereno, frío y calculador; con la mirada parca ante la tragedia, la compasión ausente y el descaro arraigado en cada una de sus acciones.
Esa historia, en la que padres e hijos son cómplices de la crueldad, sin que esta parezca tener ningún efecto en su vida, como si toda la situación fuera natural o inexistente, me tenía capturada.
El inicio no da pistas de lo que sucederá, pero se encarga de presentar detalladamente a Alejandro Puccio, uno de los hijos de la familia, que es una estrella del rugby, que está enamorado y que lleva una vida casi perfecta, empañada únicamente por ese oscuro secreto.
La angustia de conocer las macabras decisiones de su padre, el miedo de ser sorprendido y la incapacidad de denunciar los hechos o de abstenerse a participar de los raptos son interpretados magistralmente por el joven actor Peter Lanzani.
Su complicidad y su tormento fueron fácilmente palpables. En los momentos en que se llevaban a cabo los crímenes, podía sentir la adrenalina, que se incrementaba gracias a la música rock que acompaña esas escenas.
Precisamente, esas variaciones musicales, que en algún momento parecen darle un toque sarcástico a lo que se proyecta en la pantalla, inyectan suspenso y dibujan al personaje de Alejandro como el mayor prisionero de esa realidad.
Por su parte, el guión traza con calidad un paralelo permanente entre familia ideal y delincuentes, manteniendo en vilo al espectador hasta la última la escena, que se convierte en un éxito, gracias a lo inesperado de los hechos.
El final es su punto de éxtasis. La emoción quedó en lo más alto, y bajar de allí necesitaba de unos cuantos minutos frente a los créditos.
Un nuevo clásico latinoamericano que pone al espectador en los zapatos del villano, que contrasta el suspenso del thriller, con la tensión del drama, y que demuestra que para hacer el mal, también se necesita lealtad.
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