El director Yorgos Lanthimos es un constructor de fantasía irreverente. Sus historias se caracterizan por presentar caminos inesperados que, incluso para el cine, suelen ser sorpresivos, intimidantes y totalmente inéditos, generando un alto nivel de recordación y una firma indeleble de su estilo.
Desde que vi su película The Lobster, un drama sarcástico sobre la relevancia que la sociedad le otorga a las relaciones de pareja, empecé a seguirlo, y este año llegó a Colombia su filme más reciente, nuevamente protagonizado por Colin Farrell, y titulado The Killing of a Sacred Deer (El sacrificio de un ciervo sagrado).
Aunque esta vez estaba preparada para que algo raro ocurriera con la trama, la expectativa no impidió que la cinta me impresionara con la historia de un cardiólogo que tiene una estrecha relación con el hijo de un antiguo paciente, que empieza a participar activamente de la dinámica de su familia.
Sin tomarse el tiempo para contextualizar al espectador sobre los motivos por los que existe esta cercanía entre un adulto y un adolescente, e introduciéndolo directamente al presente, el director permite que cada persona cree sus motivos, suposiciones y preguntas, lo cual es muy ventajoso, ya que la cinta no requiere un ritmo trepidante para generar incertidumbre.
Con hechos poco relevantes, la cinta presenta a Martin, el joven misterioso que visita constantemente al doctor Murphy, que parece ser su padrino y consejero, y quien decide presentarle a su esposa Anna, interpretada por Nicole Kidman, y a sus hijos Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic), durante una cena en su casa.
A partir de este encuentro, la familia cae en una crisis extraña, que inicia con la pérdida de movilidad en las piernas del hijo menor, la rebeldía de la niña y fuertes discusiones entre la pareja. Cada uno de los actores demuestra su buen nivel, con silencio, desespero e incluso el aire competitivo que se funde entre ellos, a medida de que el filme avanza.
En ese punto, pude reafirmar que a Lanthimos le encanta el terror psicológico y que de verdad sabe utilizarlo para narrar, y eso tiene que ver con la ambientación simple, la música que emplea, los movimientos de cámara y, en este caso, la actuación de Barry Keoghan, que encarna a Martin.
Keoghan ofrece una actuación genial, convirtiéndose en el eje misterioso del thriller, ya que pocas veces habla y sus gestos revelan el nivel de obsesión que tiene con la vida del personaje de Farrell. Este, por su parte, también logra una muy buena ejecución, sin crear similitudes con el anterior personaje que interpretó para el director.
Con los movimientos de cámara, se me hizo fácil pensar en la obra de Stanley Kubrick, por esos planos en los que todo se ve simétrico, por el estilo de Nicole Kidman, que es muy similar al que tuvo en Eyes wide shut, y por la sensación de que, en la historia, lo peor siempre estaba por arribar.
Y así es. El final es tan aterrador como emocionante, y cierra con broche de oro esta hazaña fílmica que no tiene reparos en ser lo suficientemente incómoda y atractiva, para que las preguntas sin respuesta sean siempre las adecuadas.
El trabajo del director griego es una experiencia necesaria para quien desee salir de la monotonía del cine, y para quien quiera abrir su mente a historias que necesitan de la pantalla para convencer, y del placer culposo para encantar.
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