Oslo, Noruega, viernes 22 de Julio de 2011. Son las 3:30 p.m. Las calles del centro de la ciudad están sumergidas en el caos: humo, sirenas, escombros. Un carro cargado con explosivos acaba de explotar frente al edificio donde tiene su oficina el primer ministro. En un radio aproximado de un kilómetro, los ventanales de las edificaciones están hechos añicos. Pronto el mundo conocerá que, además de los 209 heridos, hay ocho víctimas fatales. La confusión y la desesperación han desplazado la tranquilidad habitual en este país localizado en la península Escandinava, al norte de Europa. Sin embargo, es solo el señuelo, el preámbulo de un ataque coordinado, se aproxima lo peor.
Mientras las autoridades civiles tratan de esclarecer todo lo que está pasando, en el norte de Oslo, un policía navega hacia la isla de Utoya, donde se lleva a cabo un campamento juvenil político del Partido Laborista. Allí, cerca de seiscientas personas, la mayoría adolescentes, discuten sobre los problemas del mundo y plantean, desde sus perspectivas, las posibles soluciones. La noticia del atentado en el distrito de gobierno ya se ha filtrado y se percibe una tensa calma entre muchos de ellos, cuyos padres trabajan en el sector oficial.
El policía desembarca e informa que fue designado para realizar un control rutinario y preventivo, pero cuando le es requerida su identificación responde con disparos. Acaba de asesinar a los encargados de la seguridad del campamento, ahora tiene vía libre para llevar a cabo su misión. Sin una pizca de duda, ejecuta una cacería macabra. De nada sirve huir, ni los pinos, que están por toda la isla, sirven para ocultarse, con el rifle tiene la precisión de un militar entrenado, y sin siquiera pensarlo remata a los heridos con pistola. Desesperados, los muchachos llaman a sus padres en Oslo, los medios se enteran y se despliega un operativo de la fuerza pública.
78 minutos después de haber dado rienda suelta a su barbarie, el asesino se entrega al verse rodeado de agentes. En total, durante su recorrido por la isla asesinó a 77 personas. No, no representa Al Qaeda, ni a ningún otro grupo terrorista islámico. Es Anders Behring, un noruego de casi 30 años, que se autoproclama miembro del movimiento de la ultraderecha llamado los Caballeros Templarios, cuyo objetivo es combatir el multiculturalismo y sacar a los inmigrantes de Europa. En su detención pide específicamente que se le asigne a un abogado que, en el pasado, defendió a simpatizantes de ideas nazistas, y pone en alerta a las autoridades al afirmar que un tercer atentado está por presentarse.
El apacible pueblo noruego tendrá entonces que descubrir si es cierto o no que se prepara un nuevo ataque y, al mismo tiempo, asimilar la responsabilidad de un hecho de tal magnitud, mientras facilita la reparación de los sobrevivientes de la masacre…
Así se resumen los primeros 30 minutos de la más reciente película del realizador inglés Paul Greengrass, llamada 22 de julio, nombre que hace referencia al evento terrorista ocurrido en el año 2011. No obstante, la cinta tiene una duración de 143 minutos, es decir, más allá de la masacre como tal, que está recreada de una manera magistral, la cinta se centra en el proceso legal contra el asesino y en las secuelas que trajo para la sociedad noruega.
Greengrass, que en el pasado presentó películas de temática similar como Vuelo 93 y Capitán Phillips, con el manejo de cámara al hombro y una fotografía fría, logra que el espectador se sienta testigo directo de los hechos, obligándole, durante la primera media hora, a mantener la mirada fija para saber cómo va terminar el ataque. No se trata de una manipulación de la tragedia, ni de una sobreexposición a la violencia, no, el director sabe guardar la distancia, ser sobrio y conmover sin saturar la pantalla de sangre.
Además, cuenta la historia desde diferentes puntos de vista: un joven herido en Utoya, de cómo se enfrentó a su proceso de recuperación y a su propio victimario. El abogado que se ve obligado a defender profesionalmente algo con lo que no está de acuerdo moralmente, y el propio Anders Behring, que en manos del joven actor noruego Anders Danielsen Lie transmite el odio y la frialdad de un hombre enceguecido por sus convicciones.
Si bien, a partir del segundo acto, la película baja el ritmo, resulta necesario para comprender cómo se conciben estas expresiones de violencia en sociedades que han superado gran parte de los problemas que aquejan al tercer mundo.
22 de julio se constituye en una buena alternativa para reflexionar sobre el momento que atraviesa la humanidad, sin caer en dramatismos excesivos, ni en sermones insoportables.
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