Es el 6 de abril de 1917, sobre un campo verde de pequeñas flores amarillas descansan los soldados británicos que combaten por la liberación de Europa. Falta poco para que termine la Primera Guerra Mundial, pero la humanidad ya ha conocido el horror de las trincheras; una generación entera se está quedando enterrada entre el lodo, la mierda y la sangre.
De repente, el receso de los soldados Blake y Schofield es interrumpido. Han sido escogidos para cumplir una misión casi imposible: cruzar las líneas enemigas, llevando consigo una orden del alto mando, para que se cancele un ataque, que se llevará a cabo a la mañana siguiente. Si no logran entregar el mensaje a tiempo, 1600 hombres serán masacrados por el ejército alemán, entre ellos, el hermano mayor de Blake.
Siete minutos y medio son suficientes para que el director Sam Mendes atrape al espectador en un drama bélico, en el que retrata las anécdotas que le contaba su abuelo sobre su paso por el Frente Occidental. De la mano de los protagonistas, siete minutos son suficientes para descender al infierno.
Más que una película, 1917 es una experiencia capaz de involucrar al público en esa carrera contra el tiempo, hacerle sentir la tensión de ingresar a un búnker abandonado por el enemigo o la impotencia de tener una información vital y no poderla compartir con la persona indicada.
Este efecto es conseguido gracias a una serie de planos secuencias que simulan una sola toma, una proeza técnica, tanto en dirección como en fotografía, diseño de producción y actuación. Un despliegue impecable, que armoniza con la tesis que plantea la historia, relacionada con la lucha por alcanzar objetivos, a pesar de la adversidad y de los obstáculos.
Algunos puristas han calificado a 1917 como un cascarón vacío, porque la trama resulta un tanto simple o porque no ahonda en el pasado de los personajes. Sin embargo, la película deja a un lado los diálogos expositivos y aprovecha otros elementos narrativos, como el fuera de cuadro, para profundizar en los vericuetos de dos personajes que luchan con motivaciones casi opuestas, pero que coinciden en un mismo objetivo.
Poesía visual
En 1917, hasta los escenarios más devastados se ven hermosos. Sin duda, el director de fotografía Roger Deakins ganará su segundo premio Oscar en este apartado, se lo merece, consiguió que la toma única se viera uniforme en todas las secuencias, incluso donde la luz natural debía cambiar por el paso de los días de rodaje.
La cinta está llena de poesía visual. Por ejemplo, hacia la mitad, hay una secuencia donde uno de los protagonistas se ve como una silueta en medio de un pueblo en llamas, el enemigo lo acecha, en un mundo de luces y sombras que aterra y conmueve.
Por esa razón, por la impecable coreografía de cientos de extras, por la recreación de los combates, por las grandes actuaciones, 1917 es una película para disfrutar en la pantalla grande, para sentir la emoción de lo que realmente significa el Séptimo Arte, y para entender cómo se sentiría descender al infierno.
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