Por Camila Caicedo.
Pablo Larraín es uno de los directores latinoamericanos que más me ha impactado con su obra. Películas basadas en hechos reales como No, de 2012, y Neruda, de 2016, retratan, a manera de hazaña heróica, situaciones políticas e históricas del Chile del siglo XX, y mi favorita, El club, de 2015, hace una crítica mordaz a la iglesia católica, por medio de un thriller inquietante y, en cierta medida, aterrador.
Para este año, ya se había anunciado el estreno de Ema, la nueva cinta del director. Sin embargo, por las circunstancias, la película debió cambiar de pantalla para llegar a su público, y plataformas como Onda Media, solo disponible para Chile, y Mubi, con servicio a nivel mundial, anunciaron su premier gratuita.
Así fue como el viernes 1 de mayo conocí a Ema, una joven bailarina de danza contemporánea, que vive cautiva de la culpa por haber devuelto al hijo que había adoptado, luego de que este le quemara la cara a su hermana.
A modo de protesta, de rebeldía, Ema se propone a liberarse, no solo del maltrato psicológico constante que vive con su pareja, un coreógrafo que arremete contra ella, todo el tiempo, por la decisión de regresar al niño, sino también del peso de sus actos y de la música que ya no quiere bailar en los escenarios, para dedicarse a hacer shows de reguetón callejero.
Con esto, Larraín presenta su película más cercana a la Latinoamérica actual, en la que mezcla los montajes coreográficos de sus personajes con las situaciones que, poco a poco, empiezan a desvelar la esencia anárquica de su protagonista y las estrategias que plantea para reconciliarse consigo misma y con su hijo.
La actriz Mariana di Girolamo, quien da vida a Ema, siempre tiene una mirada inexpresiva, de quien parece haber quedado suspendido en el tiempo después de algo terrible. Nunca rompe en llanto o estalla, pero siempre es evidente que está sufriendo. A medida que avanza la cinta, deja ver su astucia y armas predilectas: el sexo y la coquetería, pero sin abandonar la estela de desolación, que puede ser vista por el público con complicidad.
Por su parte, Gael García Bernal interpreta a Gastón, el marido de Ema, quien a veces también se ve devastado, aunque se transforme en el principal enemigo de la joven, al recordarle todo el tiempo la culpa que la embarga, convirtiendo sus diálogos en una batalla de insultos y de maltrato.
Casi todas las interacciones entre los personajes son una coreografía de plano contraplano, lo que genera un ambiente de confrontación, sin importar el tono de sus conversaciones. También, hay un matiz erótico contenido en la danza, en especial la que realizan los personajes femeninos, que a medida que escapan de los escenarios, para bailar en espacios más diversos y bajo ritmos musicales más populares, tienen un mayor contacto corporal.
Me pareció muy atractivo y necesario ver cómo el guion de Alejandro Moreno y Guillermo Calderón reconoce al reguetón como una de las principales expresiones culturales del continente, y la manera en que este impacta a la juventud. No obstante, el sonido tradicional del mismo o sus canciones más conocidas no hacen parte de la banda sonora, debido a que toda la música del filme fue compuesta por el músico chileno Nicolás Jaar.
Esas canciones, que se sienten más cercanas a lo electrónico, son el acompañamiento perfecto para narrar la salida de la crisálida de lo políticamente correcto, que experimenta la protagonista, cuyas acciones terminan convirtiéndose en el único eje de la trama, ya que nunca se define una línea de tiempo para las situaciones, lo que puede generar un poco de confusión en ciertas partes de la trama.
Así, podría definir a Ema como el tránsito que realiza una mujer dolida entre la sumisión y el incendio, entre callar y ser lo que siente, sin dar explicaciones de por qué suceden o no las situaciones; de provocar con su cuerpo para palpar la gloria y para obtener de nuevo lo que le hacía falta.
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